www.masvive.com

Torrelodones en la Guerra Civil (III)

Monseñor Eijo Garay

miércoles 23 de abril de 2014, 12:06h
Add to Flipboard Magazine.
Torrelodones en la Guerra Civil (III)
Monseñor Leopoldo Eijo Garay (1878-1963), arzobispo de la diócesis de Madrid en un periodo difícil, es una de las grandes figuras intelectuales y religiosas de la primera mitad del siglo XX. El 23 de marzo de 1936 mandó guardar los restos incorruptos de San Isidro y de su mujer, Santa María de la Cabeza, ante los acontecimientos a los que se estaba precipitando la II República. Pero, además, pasó por Torrelodones. Lo que viene a continuación es un relato novelado de aquellas horas complicadas…
– Eminencia, una comunicación del general Villegas – indicó el secretario del obispo al entrar en su despacho.
Monseñor Eijo se detuvo en su lectura y sin mirar, le contestó:
– Léalo, por favor.
El secretario tragó saliva y comenzó la lectura de la carta:
– Ante los sucesos producidos en África y Canarias, y la situación de excepcionalidad decretada por el Gobierno, le aconsejo y le ruego encarecidamente que salga lo antes posible de la capital. Su vida corre peligro ante los hechos que vienen acaeciendo…
– ¿Cree necesario todo esto? – interrumpió el prelado.
– Sí, eminencia – contestó su ayudante – Debemos aprovechar el pasaporte de la Dirección general de Seguridad y salir de España. Le recuerdo que ha sido prevenido de que a partir de las seis de la tarde no estará seguro en Madrid.
El obispo se levantó de su asiento, se giró para mirar por la ventana y, antes de hacerlo, respondió pausadamente:
– Llame a Domingo. Dígale que se reúna con nosotros antes de esa hora y, después, llame a don Santiago, el párroco de Torrelodones, y le avisa que vamos a visitarle. Al ser la última parroquia de la diócesis, siempre podemos seguir, o regresar…
–¡No piense en regresar, eminencia! Sabe lo que les pasa a los que llevan sotana.
– Busque un coche rápido. Seguro que alguien en Madrid nos lo podrá dejar por poco precio.
– Mi cuñado conoce a un diplomático, religioso él, que estoy convencido que nos lo vendería por pocos cuartos.
Eijo pudo ver al salir de Madrid los efectos de las convulsiones que se estaban produciendo en la capital:
– ¿Qué es esa columna de humo que se ve?
– Eminencia, han incendiado la iglesia de San Andrés –replicó Amador Vázquez, su secretario – Parece ser que los jóvenes de Acción Católica que han ido a defender el templo han sido muertos en la calle…
– Creo que los jóvenes iban a defenderla con todo lo que encontraron, palos, pistolas… – remachó Jesús Arcos, el chófer.
El vehículo llegó a nuestro pueblo hacia las siete y cuarto de la tarde. Reinaba una tranquilidad nerviosa, lejos de la locura que se estaba desatando en la capital. Al advertir la presencia del señor cura párroco en compañía del alcalde, paseando ambos por la carretera, el obispo pidió al chófer que se detuviese junto a ellos, bajó la ventanilla y se dirigió al párroco:
– Señor cura, aquí me quedo, dispuesto a correr su suerte.
Acto seguido se fueron todos a la iglesia; Eijo Garay siguió con lo previsto:
– Eminencia, es un honor tenerle entre nosotros. El señor alcalde y el juez de paz han querido estar con nosotros para garantizarnos seguridad. Yo, como ya le comenté, tengo un joven seminarista que desea ser ordenado también…
– Querido Santiago, debemos empezar lo antes posible. No sé de cuánto tiempo disponemos. En Madrid, los sucesos son cada vez más graves…

El chófer regresó a Madrid a recoger a Crespo, el seminarista, y a Eugenio Pascual Martínez, su capellán, no regresando de la capital hasta cerca de las nueve. Tras cenar y hacer los preparativos consiguientes, comenzaron la ordenación de los dos seminaristas. La ceremonia, dada su solemnidad, no concluyó hasta bien entrada la madrugada. Al terminar, se retiraron todos a la casa del párroco…
– Señor obispo, son las tres y media de la madrugada. Debe decidir qué hacer –inquirió el alcalde.
– No sé, no sé. Mi puesto está en Madrid, al frente de mi diócesis, pero…
– Haga caso de los consejos, eminencia –interrumpió el párroco – Aquí, ya ha hecho todo lo que tiene que hacer. Volver a la capital es una temeridad, ni siquiera sabe si los controles de carretera le dejarían llegar. Es usted tan conocido. Quedarse entre nosotros es un honor, pero créame que bastante tenemos los que nos quedamos de preocuparnos por nuestra integridad…
– Las noticias que llegan por radio de Madrid son tremendas –añadió el capellán – Iglesias saqueadas e incendiadas, desórdenes, tiroteos…
– Lo mejor, creo yo –aseveró el alcalde– es que se adentre en Segovia. A lo sumo, esto puede durar unos pocos días…
–¡Alguien viene por la carretera! –interrumpió la ama de llaves del párroco.
– Esperad, apagad las luces, no vaya a ser que vengan a buscarnos –dijo Santiago.
El párroco se asomó por una ventana y tranquilizó a los presentes:
– No os preocupéis, los conozco. Son jóvenes de la Acción Católica del pueblo.

Era un grupo de algo más de media docena de jóvenes. Llevaban palos y alguna tea encendida, que fue lo que alarmó a los ocupantes de la casa parroquial. El que menos edad tendría debía rondar los 18 años. El mayor, de unos 21 años, tomó la palabra, desconociendo aún que Monseñor Eijo se encontraba en la casa:
– Don Santiago, venimos de Villalba. Los milicianos han tomado allí la carretera y, como no nos han reconocido, hablaban sin tapujos. Les hemos oído decir que iban a coger unas camionetas para presentarse aquí y asaltar la casa del señor cura…
– Así que hemos venido para defenderla aunque nos cueste la vida –interrumpió otro.

Don Leopoldo salió de la casa para saludar a los jóvenes e impartirles su bendición. Al terminar, dijo a todos los presentes:
– Si yo salgo para Vigo, es seguro que caigo en manos de los milicianos de Villalba. Por consiguiente, para qué dar lugar a ese espectáculo.
– Mire, Eminencia –le contestó el juez mientras aseveraba con la cabeza el párroco – la solución es que coja con su coche la carretera de Galapagar hasta El Escorial, dejando en su marcha a la izquierda Villalba, y llegar así hasta el pueblo de Guadarrama, donde ya estará más a salvo.
Monseñor Eijo mostraba mucha preocupación en su rostro.
– Debo rezar. Sólo Dios Nuestro Señor puede hacerme ver con claridad la decisión a tomar…
Y se introdujo en la iglesia, donde permaneció a lo sumo cinco minutos, pero a los que estaban en el exterior se hicieron interminables. Al salir, comentó al señor párroco:
– El Señor quiso que saliese de Madrid, y ahora quiere que siga camino a Vigo, porque me ha mostrado el camino iluminado, marcado con estrellas… iremos al monte hasta que todo esto acabe.
– Es la mejor decisión –concluyó el párroco.
Media hora después, continuaron su marcha. En la parte delantera del coche se sentaron Jesús Arcos (el chófer) y D. Eugenio, vestido de paisano, mientras que detrás Eijo y D. Amador, aun sabiendo que huían y que ponían en riesgo sus vidas, mantuvieron en su indumentaria la condición de obispo el uno y sacerdote el otro.
Sin muchos problemas llegó el grupo hasta Salamanca, donde no había comenzado la sublevación; pero continuaron hasta Vigo, con un pequeño sobresalto en un puesto de carretera plantado por milicianos, sin mayores consecuencias. El obispo volvió a Madrid al concluir la guerra.




Fernando Herreros.
(Nota del autor: Para este relato novelado me he apoyado en la tesis doctoral sobre dicha figura de Santiago Mata).
¿Te ha parecido interesante esta noticia?    Si (0)    No(0)
Compartir en Google Bookmarks Compartir en Meneame enviar a reddit compartir en Tuenti Compartir en Yahoo

+
1 comentarios

© MasVive · [email protected] · Tf. 649 899 955