Cuando el cielo castiga
De tormentas y otros fenómenos meteorológicos
miércoles 23 de abril de 2014, 12:06h
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El 1 de septiembre de 2010 lo recordaremos, no sólo por volver al trabajo después de las vacaciones, sino por la fuerte tormenta que descargó durante la tarde en nuestro pueblo. Los más catastrofistas afirmarán que el fuerte temporal es una muestra más de las consecuencias del cambio climático, cuestión en la que yo, personalmente, tengo mis dudas. Sin ir más lejos, uno se empieza a convertir en memoria histórica, y recuerdo una nevada, el 3 de junio, en nuestro pueblo, hace justo 25 años. Caprichos de la naturaleza, más bien.
En Torrelodones hace 150 años, y más tiempo atrás, se vivía sobre todo de lo que daba la tierra. Un terreno de mucha roca, pobre de sustrato, estaba muy amenazado ante fenómenos como el que hemos vivido, destrozando las cosechas, y arrastrando tierras y plantas si la lluvia persistente, era también torrencial.
En la primavera de 1826 hay constancia de una tormenta de considerables dimensiones en la villa de Galapagar, de la que el alcalde informó al Consejo de Castilla ante los daños causados, titulándolo “La Justicia de esta villa, da parte de la grande tempestad ocurrida en su término el día 10 de junio del presente año” (se encuentra en el Archivo Histórico Nacional):
“Ayer amaneció… amenazando llover, aumentándose… después de medio día, que levantándose una espesa cenicienta nube, sobre las sierras del Escorial, hacia poniente se dirigió hacia oriente, pasando por este Pueblo, y su Jurisdicción, cubriendo el cielo, y cerrando la atmósfera con muchos relámpagos, truenos y un grande extraordinario ruido (…) y despidió un… furioso golpe de piedras más gruesas que nueces, tan copiosas y abundantes, alcanzando algunas a esta población, que aún existen hoy cúmulos o montones de ellas de vara y media de altos; Después de esta gran tempestad, se quedó cerrado en agua, que duró toda la tarde, tanta y tan fuerte que no cabía por las calles saliendo de madre los arroyos, y Río, habiendo sobrevenido en la tarde de este día otra igual tempestad de agua, aunque duró poco tiempo; Todas las mieses y sembrados los ha arruinado enteramente la piedra, hasta el monte chaparral y demás arbustos, los ha tronzado; han fenecido algunos ganados menores, y peligrado las gentes, causando daños y perjuicios que ocasionan la ruina del pueblo, y sus habitantes que se miran privados de sus cosechas en que tenían su esperanza… expuestos a perecer en su miseria sin esperar poder reponerse”.
El expediente está dirigido al Señor Gobernador del Real y Supremo Consejo y firmado por Hilario Greciano y Matías Luis el 11 de junio de 1826.
El dramatismo que se traduce por su lectura hizo que el Consejo, determinara que el Corregidor de la zona (los corregidores eran funcionarios con atribuciones de policía y justicia en los corregimientos –partidos en que se dividían las provincias castellanas-, pero sin responsabilidades políticas, que pasaron definitivamente a los intendentes, encargados de los aspectos socioeconómicos) realizase un informe sobre el verdadero alcance de los daños, para pagar las compensaciones que se creyeran oportunas. El informe que envió éste, León Mila Camarena, el 27 de junio del mismo año, dice, entre otras cosas que
“he procurado adquirir los informes y noticias que he creído convenientes valiéndome de personas de confianza, probidad y más interesadas en corresponder fielmente a mi encargo, que en exagerar desgracias por miras particulares...”
El trabajo de reporte de daños le obligó a recorrer todo el término municipal o aquellos lugares donde más debió dañar el pedrisco, y valorar lo que realmente fue causado por la tromba, ayudado por vecinos para evitar picarescas, concluyendo que
“...daño en aquel infausto acontecimiento... (fue de) mil ciento veinte fanegas (55 litros y medio) de trigo: trescientas diez de cebada, doscientas veinte y ocho de centeno y doscientas noventa y cinco de algarroba, debiéndose advertir que los sembrados que mas han padecido han sido los de Mateo Cuenca, á quien se le apedrearon cien fanegas de la primera clase, noventa de la segunda, veinte y cinco de la tercera y veinte y cinco de la cuarta. El estrago causado en las cercas de yerba y en los montes no se expresan por ser imposible calcularlo, y con respecto a los ganados menores… no ha muerto ninguno ni mayor ni menor”.
Este tipo de fenómenos no era tan extraordinario como en la actualidad; la población de las diferentes localidades debía ser muy vulnerable a éstos, lo mismo que a los inviernos excesivamente crudos –que provocaban la muerte de numerosos viajeros a los que una tormenta les sorprendía fuera de una población o sin un lugar cercano donde resguardarse– o a los veranos muy calurosos, que fomentaba la aparición de enfermedades por aguas estancadas, como la fiebre amarilla, el cólera o el paludismo, aunque no quedara constancia de la causa exacta del fallecimiento. Una tormenta de similares características a la relatada, tuvo lugar en Torrelodones unos cuarenta años antes, provocando la muerte de un vecino, como consigna el cura propio de la localidad, Francisco Mingo, en el 2º Libro de defunciones, el 4 de agosto de 1784:
“...como a las seis y media de la tarde, Jacinto, mozo soltero, de veinte y ocho años de edad poco más o menos, bautizado en Fuencarral, por haber nacido en la casa llamada de Batuecas… hijo legítimo de Jacinto Herrero, guarda que fue del bosque del Pardo, ya difunto, y de Baltasara Mingo... falleció en la parroquial de ella herido y reventado de una centella, que despidió una nube, estando tocando las campanas por una tempestad; dio muestras de dolor (SIC) pidiendo confesión... le absolvió y administró... extremaunción aunque estaba destituido de sentidos”.
Mirar al cielo era por tanto una práctica muy habitual, puesto que de él dependía la vida.