Miércoles 23 de abril de 2014
Qué ciegos estamos los que vemos bien…y si no hagan la prueba. Cierren los ojos y procuren estar así durante 20 minutos solamente. Los que no se queden paralizados pueden intentar hacer las cosas que harían habitualmente; eso si, con cuidado. Se percatarán de cosas que no sabían que estaban.
Hay más esquinas de las que parecen, más agujeros de los que creemos y menos rampas de las que debería. Mari Carmen y Teresa son vecinas de Torrelodones y están afiliadas a la ONCE. Ellas me han ayudado a meterme en su piel y ver cosas que los demás no ven, o no quieren ver.
Mamen ve el mundo negro, pero se lo imagina de colores. O mejor dicho, lo recuerda de colores. Ella no es ciega de nacimiento. Perdió la vista a los 26 años, cuando su hija tenía 4. Sufre de uveítis, una inflamación interior del ojo, y cuando le comunicaron en el hospital donde trabajaba como enfermera que perdería la vista progresivamente no se lo podía creer. No existía ni causa ni tratamiento. “Me dediqué a trabajar en casa, cuidar de mi hija, e intenté que no se notase mi enfermedad hasta que con 34 tuve que ponerme en contacto con la ONCE porque ya no podía valerme por mí misma. Antes nunca había perdido la esperanza de recuperarme, pero ahora sólo veo luces y sombras”.
Desde entonces hasta ahora, a sus 56 años, Mamen se vale de su bastón del que sólo se separa en casa donde vive sola, y del recuerdo. Por eso nunca dejó de cocinar, de pasear por el pueblo, de usar el transporte público, de salir con sus amigas, de hacer teatro que es su afición, o de hacer la compra. “Agradezco haber visto porque me ayuda a orientarme, aunque es cierto que si hubiera sido ciega de nacimiento sería menos torpe”-declara- “La necesidad me ha enseñado a sobrevivir”.
Para cocinar utiliza mucho la freidora y el horno “así no tengo que dar la vuelta a la comida”; y para limpiar pasa primero la mano, después la mopa, y luego la mano de nuevo para ver si ha quedado limpio. La lavadora ya tiene el programa preparado, y para vestirse sólo tiene que escoger en el estante de los pantalones, luego en el de las camisetas y luego en el de los jerséis. “Los colores los distingo por el tacto pero en la ONCE tienen un aparato que te dice los colores al acercarlo”. Y para hacer la compra Mamen va al mismo supermercado de siempre. Ya sabe donde están las cosas y qué formato tienen las marcas que le gustan. “Si me cambian la forma de las cosas estoy perdida”, dice.
Con el cambio al euro la adaptación ha sido más fácil. Y es que las monedas ya están pensadas para los invidentes. Tanto el tamaño como el canto de cada de una de ellas es diferente. “Las de veinte céntimos tienen rayitas, y las de 50 tienen el canto rugoso”. Eso sí, te lo tienes que aprender. De hecho, una de las habilidades que adquieres con la falta de visión es la buena memoria. “Se agudizan mucho el resto de los sentidos y la memoria se fortalece. He tenido que aprenderme varios números de teléfono y alguno me ha salvado la vida”.
Teresa vende cupones en el puesto de la ONCE que hay en la calle Carlos Picabea, junto a la plaza del Ayuntamiento. Sufre de retinosis pigmentaria y en consecuencia sólo visualiza lo que hay frente a ella, como si viera a través de un telescopio, de tal forma que la distancia, la perspectiva y los tamaños, no los percibe correctamente. “Tengo vista de cañón, lo que me ha hecho llevarme algún que otro golpe porque no sé lo que tengo a los lados pero hago una vida bastante normal”.
Fue a los 40 cuando Teresa empezó a notar que tardaba en enfocar más tiempo de lo habitual en los cambios de luz. Creyó que era “cosa de la edad” pero al renovarse el carné de conducir se dio cuenta de que tenía serios problemas de visión. “Me costó mucho dar el paso para afiliarme a la ONCE. La primera vez que estuve en una calle con los cupones colgados y me ví reflejada en un escaparate me quedé estupefacta; no me reconocía”.
Ahora tiene 58 años y aún no conoce la razón de su enfermedad aunque ella lo achaca a una “muy mala época que pasé en mi vida; deseé con todas mis fuerzas no ver lo que estaba sucediendo. Y la mejor forma de no ver es quedarte ciego- comenta-, aunque ahora preferiría ver bien para no depender de la gente y observar las cosas buenas que también tiene la vida”. Lo que más echa de menos es disfrutar con claridad las fotos de su familia o ir a hacer la compra con el coche a un gran supermercado, pero afirma que su deficiencia le ha hecho sentirse “más segura de mí misma”. Conoce bien el municipio porque lleva en el pueblo 25 años y no piensa marcharse a otro sitio. “Con los torresanos no suelo tener problemas. Siempre están dispuestos a ayudarme, e irme a otro sitio y hacerme a él me costaría mucho trabajo”.
Un paseo a oscuras
Mamen se agarra de mi brazo muy suave y va medio paso por detrás para orientarse. “Tan sólo sentir el movimiento del cuerpo me indica por dónde vas”, me dice. Y es que sin duda a los invidentes no les queda más remedio que confiar. “Si no, no sales de casa”. Ahora que soy sus ojos, sé lo que es la ‘fe ciega’. Sin embargo, durante nuestro paseo por las luces y las sombras torresanas, intento que ella me transmita cómo percibe Torrelodones.
Salimos de su casa, a pesar de que a Mamen no le gusta mucho pasear porque “es todo un reto”, y nos encontramos en la calle Carlos Picabea, frente a la Iglesia. Queremos ir hacia la parada del autobús, así que tenemos que dirigirnos al paso de cebra que hay “justo después de un pasillito, delante del Ambigú”-me dice-pero para llegar hasta él tengo que sortear las sillas de las terrazas, que para los ciegos son muy incómodas y rara es la vez que no tropiezo con alguna”. “Alguna vez he tenido que cruzar la calle por donde no debía valiéndome del sonido de los coches porque además, el paso de cebra más cercano no tiene rebajada la acera”.
Para Mamen, Torre sigue siendo igual que hace 30 años. “Me han dicho que han cambiado hasta el sentido de las calles, pero yo siempre voy por el mismo sitio. Lo que no conozco, ya no lo conoceré”. “Creo que han hecho una calle enfrente de la parada de autobús que da hacia la plaza donde vivo pero como no la tengo como referencia voy siguiendo el bordillo de la Iglesia como siempre”.
Me voy fijando cómo utiliza su bastón de derecha a izquierda buscando referencias: la pared que hay 27 pasos al frente, la farola que hay justo antes de la papelera o la rugosidad de la calzada que cruza la calle que da a la plaza. Para Mamen los obstáculos son pistas y referencias, en lugar impedimentos para caminar, siempre y cuando no los cambien de sitio sin avisar, y siempre y cuando no estén dentro de los ángulos muertos del bastón. “Las cosas aéreas no las detecta el bastón, por eso voy muy despacio para detectar el calor que desprenden los objetos y no chocarme con ellos”, comenta.
Ahora estamos en la Avenida de Valladolid, esquina con Rufino Torres. Aquí hemos quedado con Teresa, que nos acompañará en el viaje. Hoy no lleva bastón porque tiene un esguince y las funciones de guía las hace la misma muleta. Es ella quien nos indica que en la acera de enfrente, el paso de cebra no está preparado para gente con discapacidad, hay al menos un desnivel de 30 centímetros desde la acera hasta la calzada. “Y está muy cerca del Ayuntamiento”-dice. Mamen no lo conocía porque nunca ha ido por ahí. Ella siempre evita las zonas con desniveles, que es lo que más miedo le da. Sin embargo, la calle Rufino Torres sí la conoce. “En esta calle vivía mi madre, porque las casas no tienen escaleras, pero la acera es demasiado estrecha y cuando salía con ella en silla de ruedas apenas cabíamos y tenía que bajarme a la carretera”.
Seguimos por la Avenida de Valladolid hacia la notaría y nos encontramos con unas amplias escaleras a la izquierda que llevan a la calle Real. Su anchura aparentemente puede facilitar el camino a los invidentes, pero nada más lejos de la realidad. Teresa indica que sin una barandilla en el centro o en los laterales es imposible bajar. “Tienes que dar toda la vuelta a la altura de la rotonda para llegar a la calle Real porque la rampa que hay es demasiado empinada, con el agravante de todos los árboles, señales, farolas y papeleras están colocadas en línea en la misma acera y apenas hay espacio para pasar”.
Nos dirigimos al Ayuntamiento por la calle Real caminando por la acera de la izquierda para sortear las terrazas y al llegar Mamen dice que sabe que hay bancos cerca de la fuente, pero que como no está encendida se orienta peor. Nos dirigimos a ellos y tomamos un descanso. Aquí Teresa y yo nos despedimos de ella que tiene que volver a casa a escuchar en una cinta el guión de la obra de teatro que estrena en breve. Antes que nada memoriza mi número de móvil..
Teresa me quiere llevar por la calle José Sánchez Rubio. Quiere enseñarme las dificultades que tiene para pasear por la zona. Me indica las escaleras curvas que hay hacia la calle Juan Van Halen. “La forma de las escaleras nos despista mucho. Podrían convertirlas en rampa o poner una barandilla para ayudarnos. Son una locura para todo el mundo, no sólo para los que no vemos bien”. Pero además, los que van en silla de ruedas tienen que ir por una acera muy estrecha “que se convierte en la mitad cuando los morros de los coches la sobrepasan, y de la acera al suelo hay al menos un desnivel de 30 centímetros”, comenta indignada. A estos obstáculos se suman los huecos que forman los alcorques. “Uno puede tropezarse y caer en ellos. Con lo fácil que es rellenarlos de tierra”.
Hemos llegado a Juan Van Halen, la calle de las terrazas, y no sin dificultades, pero Teresa quería denunciar un lugar en concreto al final del trayecto, justo en la esquina con la calle Hermanos Velasco. Se trata del acceso a un paso de cebra del que no se puede hacer un correcto uso porque antes de cruzar tienes que bordear un poste de luz, una señal y una farola. Una silla de ruedas, directamente no cabe.
Teresa me cuenta que sabe que se está llevando a cabo un Plan de Movilidad y pide que no se olviden de los discapacitados. “Torrelodones no está preparado para la gente con poca visibilidad. Quiero poder pasear tranquilamente sin que sea un reto cada vez que salgo de casa”.
Es evidente que si han leído este reportaje no han permanecido con los ojos cerrados…quizá si lo hubiesen hecho llevarían ropa multicolor y habrían tirado el café. Yo he de confesar que no he durado ni 10 minutos sin abrirlos y no me avergüenza decirlo. Es asombrosa la capacidad del ser humano para hacer de la deficiencia una virtud y de la necesidad, la fuerza para seguir superándonos día a día. Ahora voy a llamar a Mamen y leerle este artículo. He pasado de ser sus ojos y los de Teresa a ver, gracias a los suyos, la realidad en pequeños detalles que antes no veía. Sin duda no hay peor ciego que el que no quiere ver, pero tampoco ojos que valgan para el corazón que es ciego.